Por Daniel do Campo Spada
Cuando
el 24 de marzo de 1976, en medio de una clase política que no había
terminado de aprender la lección, los militares, apoyados por los terratenientes,
los empresarios y la Embajada de Estados Unidos terminaban con la democracia
argentina. Estábamos ante el más duro giro del proyecto continental
de desarmar las herramientas socio-económica del país. No fue
solamente un golpe político. La verdadera intención era llevar
a cabo un cambio del que aún hoy en día no podemos salir.
Cuando el Secretario de Estado norteamericano Henry Kisinger en los setenta
armó la estrategia para llevar al continente latinoamericano a convertirse
definitivamente en el patio trasero, había que implementar
algunos cambios violentos que no se podía hacer con políticos
demócratas. Las dictaduras militares llegaban a su momento en la historia.
A diferencia de los primeros y grotescos dictadores, la nueva generación
había sido preparada y entrenada en la famosa y profesional Escuela
de las Américas en Panamá. Ir a ese destino, en el que
se los preparaba en la Doctrina de la Seguridad Nacional (con eje en la represión
a cualquier atisbo de organización popular que pretendiera combatir
el status quo de injusticia) era formar parte de los potenciales
presidentes bendecidos por Washington.
Una fuerza armada ideologizada en los parámetros del liberalismo económico,
junto a una élite empresaria alineada con el capitalismo salvaje eran
las herramientas necesarias para no solo tomar el poder sino cambiar de raíz
las sociedades que los nacionalismos populistas de los 40 y 50 habían
logrado volver un poco más dignas.
Precisamente esa movilidad social había nutrido las universidades con
los hijos de las clases obreras y medias. El acceso a una educación
de calidad les permitió avizorar su destino de clase y las injusticias
del sistema económico, lo que derivó en distintos tipos de reacciones,
que fueron desde una intensa participación política o la confluencia
en la formación de guerrillas urbanas y campesinas. El Concilio Vaticano
II le daba al catolicismo el grado de compromiso indefectible al hacer la
lógica opción por los pobres.
En ese marco, con una juventud con conciencia y formada intelectualmente,
la única forma de imponer el sistema estadounidense de una sociedad
para pocos solo se podía hacer con un megaplan que consistió
en una cruenta y masiva represión a la libertad de pensamiento. Se
asesinó a todo tipo de militante o intelectual que se atreviera a levantar
la voz. Para eso ya estaban formados los nuevos militares. El segundo paso
era evitar la exitencia de incómodas y molestas clases medias, para
lo que se destruyó las pequeñas y medianas empresas y se pauperizó
el trabajo. La desocupación, provocada por un achicamiento
del mercado interno, una creciente deuda externa y una violenta ola importadora,
fueron los elementos domesticadores de los trabajadores, organizados o libres.
Al trabajo independiente se lo rebajó a cuentapropismo,
forma disimulada de calificar a un mendicante autoempleo.
El proyecto que los militares del autodenominado Proceso de Reorganización
Nacional comenzaron, fue completado por el interregno de Carlos Menem (1989-1999)
y Fernando De la Rúa (1999-2001), donde el mapa económico quedó
en manos de una minoría que ha concentrado todos los sectores económicos,
que vive en sectores exclusivos y envía a sus hijos a centros educativos
de calidad, aumentando la brecha con los sectores mayoritarios, que convive
con la marginalidad, una malísima calidad de empleo, una salud deficitaria
y una total falta de representatividad en las instancias de poder.
A más de tres décadas de la definitiva instancia del derrocamiento
de Isabel Perón estamos en un país más injusto. Costará
mucho recuperar 60 años de historia perdida, y sobre todo con 30 mil
de nuestros mejores compatriotas desaparecidos.
Marzo 2008-03-20
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